viernes, 14 de agosto de 2015

Dijera mi boca, de Álvaro Alcántara

(Leído el 14 de agosto de 2015 en la Sala de Usos Múltiples del Instituto Veracruzano de la Cultura, en Veracruz, Ver., en el marco del XX Festival Afrocaribeño. Publicado en La manta y la raya. Año 1. Número 1. Tepoztlán, Morelos. Febrero de 2016. pp. 62 y 63).



Dijera mi boca, de Álvaro Alcántara
por Óscar Hernández Beltrán

Buenas tardes: debo iniciar agradeciendo al comité organizador del XX Festival Afrocaribeño el haberme invitado a estar con ustedes. Quienes hemos tenido la oportunidad de seguir su producción escrita, sabemos que hay varios Álvaros Alcántara. Uno de ellos es el historiador y pensador riguroso, de sólida formación académica  y prosa disciplinada que, como tal, suele ofrecer a los lectores los arduos resultados de sus venturosas inmersiones en textos teóricos y archivos mexicanos y extranjeros, con los que arroja luz sobre aspectos muy precisos del pensamiento y de los aconteceres sucedidos muy antes en nuestras regiones; otro es el Álvaro cronista, observador curioso y notario acucioso de la vida y los hechos de nuestros pueblos, de los que ofrece una mirada risueña y solidaria; otro más sería el ensayista libre y desenfadado, que externa sus opiniones con la absoluta confianza de quien  se ha ganado el derecho a  echar por adelante sus convicciones, por la simple y sencilla razón de que, en su momento, ha sabido prestar atención respetuosa a los argumentos de los demás. Otro, finalmente, es el Álvaro guapachoso, fiestero, que sabe vivir y convivir con todos, que dedica toda su pasión al canto, al baile y a la charla grata, en minutos festivos que pueden convertirse en horas, o en días completos, si las circunstancias y el avituallamiento disponible lo posibilitan.
            Dijera mi boca, el libro que hoy nos reúne, contiene, curiosamente, a todos estos Álvaros, de tal suerte que su lectura semeja un recorrido por la montaña rusa, que nos eleva primero a los laberintos de la confrontación teórica entre la tradición y la modernidad, con la sutileza que caracteriza a los dialécticos, ya que sostiene que el antes y el ahora pueden coexistir sin problemas. Lo interesante de esta posición es que se toma la libertad de afirmar, sin ambages, que no es la modernidad la que incorpora a la tradición, sino que es ésta la que se apropia de aquella, para descrédito de los posmodernistas y estupefacción de los apologistas de la cibernética. Una consecuencia de este proceso no es entonces que los tradicionalistas se modernicen, sino que los modernos vuelvan la mirada hacia lo tradicional, tesis que, me parece, puede comprobarse cada vez que un estudiante de sociología pasa con su jarana al hombro o una diseñadora de interiores se esfuerza en aprender el zapateado.  
            Luego de una batería de ensayos teóricos sobre el tema de la tradición que se leen muy bien, la montaña rusa de Álvaro Álcántara nos lleva por los meandros de la historia del Sotavento, con la mano firme del historiador acucioso, que habla del color de la burra porque tiene los pelos en la mano. Con diáfana claridad, nos demuestra que la ganadería sotaventina, con sus ires y venires, con su intenso intercambio de objetos, versos y tonadas, fue el gran propiciador del Son jarocho y ha sido, además, el vehículo que hasta la fecha lo sostiene. El son es, simplemente, la forma en la que se divierten los jarochos. El ritual cotidiano que los reúne, los integra en familias y les otorga la dignidad y la alegría a la que todo mundo tiene derecho, lo mismo si vive en la gran urbe, que si habita en una comunidad dispersa y aislada.
            En este punto la montaña rusa recala en Tlacotalpan. Todos sabemos que la vida en la perla del Papaloapan transcurre sin sobresaltos. Cuesta trabajo imaginar, por ello, la intensidad con la que allí se discutió, y se discuten todavía, la vida y la muerte del movimiento jaranero. Como todos los mitos, el del movimiento jaranero no tiene un lugar de origen preciso, ni unos padres plenamente aceptados; lo que es seguro es que apeló a las convicciones de muchas mentes progresistas, despertó adhesiones entusiastas y, hasta la fecha, es motivo de intensos debates. Dijera mi boca podría considerarse, en este contexto, el testimonio de uno de sus actores más lúcidos y entusiastas, quien hace primero una crónica de los días aquellos en que la Fiesta de la Candelaria se presentaba ante los iniciados como un hechizo y refiere después una sincera preocupación ante la degradación sufrida por el Encuentro de Jaraneros. No se trata de un lamento por el Son Jarocho que actualmente se toca en Plaza Martha, sino, más bien, por el Son que allí mismo ha dejado de tocarse y que, de unos años a la fecha, se ha refugiado en los fandangos de barrio lo que, bien mirado, digo yo, podría considerarse como otro triunfo de la tradición sobre la modernidad. 
            En este tramo, Álvaro recorre diversos puntos de la geografía sotaventina para rendir homenaje, lo mismo a grandes personajes del Son jarocho, como Zenén Zeferino o Esteban Utrera, que a la gente anónima de las comunidades, que asiste a los fandangos, no porque quiere ser parte de la tradición sino, simple y sencillamente, porque quiere divertirse. Debe destacarse, de lo referido por Álvaro en estas semblanzas, la apertura de la gente jarocha ante los visitantes y curiosos, a los que albergan con generosidad y alegría, mostrando con sencillez que la tolerancia no es una prenda rara, sino que  los raros somos quienes ante ella nos sorprendemos.
            El último tramo del libro es un catálogo de los sentimientos solidarios de Álvaro Alcántara, quien siempre está dispuesto a brindar apoyo a la difusión de un disco o la publicación de un libro, con textos no exentos de algunos toques de crítica. La suma de estos escritos lo erige, sin duda, en uno de los difusores más reconocidos de los mejores productos del movimiento jaranero; en uno de sus lectores y auditores más reclamados por los actores culturales jarochos. Estoy seguro de que los músicos y los escritores de Sotavento le piden a Álvaro que escriba las notas que acompañen a sus discos o prologuen sus libros, no porque esperen un halago desmedido, sino porque confían en que sabrá ayudarlos a encontrar el lugar que su obra ocupa en el devenir de la cultura jaranera.
            Estoy convencido de la buena ventura de Dijera mi boca. Estoy seguro que circulará de mano en mano entre los ciudadanos de la República Jarocha, no porque sea un libro complaciente con el son y sus personeros, sino porque muchos de sus lectores encontrarán en él los efluvios líricos que su sensibilidad andaba acechando, los datos exactos que su investigación demanda o los relatos que empaten con sus añoranzas. Tantas veces Pedro, escribió Alfredo Bryce Echenique; tantas veces Álvaro podemos decir ahora ante Dijera mi boca, un compendio de lo jarocho que se puede empezar a leer desde cualquiera de sus partes y es posible recorrer morosamente, porque semeja una charla en el bar “Los Amigos”, una travesía en lancha y, por qué no, un paseo por la montaña rusa. Muchas gracias.

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