Dijera mi boca, de Álvaro Alcántara
por Óscar Hernández Beltrán
Buenas tardes: debo iniciar
agradeciendo al comité organizador del XX Festival Afrocaribeño el haberme
invitado a estar con ustedes. Quienes hemos tenido la oportunidad de seguir su
producción escrita, sabemos que hay varios Álvaros Alcántara. Uno de ellos es
el historiador y pensador riguroso, de sólida formación académica y prosa disciplinada que, como tal, suele
ofrecer a los lectores los arduos resultados de sus venturosas inmersiones en textos
teóricos y archivos mexicanos y extranjeros, con los que arroja luz sobre
aspectos muy precisos del pensamiento y de los aconteceres sucedidos muy antes en
nuestras regiones; otro es el Álvaro cronista, observador curioso y notario
acucioso de la vida y los hechos de nuestros pueblos, de los que ofrece una
mirada risueña y solidaria; otro más sería el ensayista libre y desenfadado,
que externa sus opiniones con la absoluta confianza de quien se ha ganado el derecho a echar por adelante sus convicciones, por la
simple y sencilla razón de que, en su momento, ha sabido prestar atención
respetuosa a los argumentos de los demás. Otro, finalmente, es el Álvaro
guapachoso, fiestero, que sabe vivir y convivir con todos, que dedica toda su
pasión al canto, al baile y a la charla grata, en minutos festivos que pueden
convertirse en horas, o en días completos, si las circunstancias y el
avituallamiento disponible lo posibilitan.
Dijera mi boca, el libro que hoy nos
reúne, contiene, curiosamente, a todos estos Álvaros, de tal suerte que su
lectura semeja un recorrido por la montaña rusa, que nos eleva primero a los
laberintos de la confrontación teórica entre la tradición y la modernidad, con
la sutileza que caracteriza a los dialécticos, ya que sostiene que el antes y
el ahora pueden coexistir sin problemas. Lo interesante de esta posición es que
se toma la libertad de afirmar, sin ambages, que no es la modernidad la que
incorpora a la tradición, sino que es ésta la que se apropia de aquella, para
descrédito de los posmodernistas y estupefacción de los apologistas de la
cibernética. Una consecuencia de este proceso no es entonces que los
tradicionalistas se modernicen, sino que los modernos vuelvan la mirada hacia
lo tradicional, tesis que, me parece, puede comprobarse cada vez que un
estudiante de sociología pasa con su jarana al hombro o una diseñadora de
interiores se esfuerza en aprender el zapateado.
Luego
de una batería de ensayos teóricos sobre el tema de la tradición que se leen
muy bien, la montaña rusa de Álvaro Álcántara nos lleva por los meandros de la
historia del Sotavento, con la mano firme del historiador acucioso, que habla
del color de la burra porque tiene los pelos en la mano. Con diáfana claridad,
nos demuestra que la ganadería sotaventina, con sus ires y venires, con su
intenso intercambio de objetos, versos y tonadas, fue el gran propiciador del
Son jarocho y ha sido, además, el vehículo que hasta la fecha lo sostiene. El son
es, simplemente, la forma en la que se divierten los jarochos. El ritual
cotidiano que los reúne, los integra en familias y les otorga la dignidad y la
alegría a la que todo mundo tiene derecho, lo mismo si vive en la gran urbe,
que si habita en una comunidad dispersa y aislada.
En
este punto la montaña rusa recala en Tlacotalpan. Todos sabemos que la vida en
la perla del Papaloapan transcurre sin sobresaltos. Cuesta trabajo imaginar,
por ello, la intensidad con la que allí se discutió, y se discuten todavía, la
vida y la muerte del movimiento jaranero. Como todos los mitos, el del
movimiento jaranero no tiene un lugar de origen preciso, ni unos padres
plenamente aceptados; lo que es seguro es que apeló a las convicciones de
muchas mentes progresistas, despertó adhesiones entusiastas y, hasta la fecha,
es motivo de intensos debates. Dijera mi
boca podría considerarse, en este contexto, el testimonio de uno de sus
actores más lúcidos y entusiastas, quien hace primero una crónica de los días
aquellos en que la Fiesta de la Candelaria se presentaba ante los iniciados
como un hechizo y refiere después una sincera preocupación ante la degradación
sufrida por el Encuentro de Jaraneros. No se trata de un lamento por el Son
Jarocho que actualmente se toca en Plaza Martha, sino, más bien, por el Son que
allí mismo ha dejado de tocarse y que, de unos años a la fecha, se ha refugiado
en los fandangos de barrio lo que, bien mirado, digo yo, podría considerarse
como otro triunfo de la tradición sobre la modernidad.
En
este tramo, Álvaro recorre diversos puntos de la geografía sotaventina para
rendir homenaje, lo mismo a grandes personajes del Son jarocho, como Zenén
Zeferino o Esteban Utrera, que a la gente anónima de las comunidades, que
asiste a los fandangos, no porque quiere ser parte de la tradición sino, simple
y sencillamente, porque quiere divertirse. Debe destacarse, de lo referido por
Álvaro en estas semblanzas, la apertura de la gente jarocha ante los visitantes
y curiosos, a los que albergan con generosidad y alegría, mostrando con
sencillez que la tolerancia no es una prenda rara, sino que los raros somos quienes ante ella nos
sorprendemos.
El
último tramo del libro es un catálogo de los sentimientos solidarios de Álvaro
Alcántara, quien siempre está dispuesto a brindar apoyo a la difusión de un
disco o la publicación de un libro, con textos no exentos de algunos toques de
crítica. La suma de estos escritos lo erige, sin duda, en uno de los difusores
más reconocidos de los mejores productos del movimiento jaranero; en uno de sus
lectores y auditores más reclamados por los actores culturales jarochos. Estoy
seguro de que los músicos y los escritores de Sotavento le piden a Álvaro que
escriba las notas que acompañen a sus discos o prologuen sus libros, no porque
esperen un halago desmedido, sino porque confían en que sabrá ayudarlos a
encontrar el lugar que su obra ocupa en el devenir de la cultura jaranera.
Estoy convencido de la buena ventura de Dijera mi boca. Estoy seguro que circulará de mano en mano entre los ciudadanos de la República Jarocha, no porque sea un libro complaciente con el son y sus personeros, sino porque muchos de sus lectores encontrarán en él los efluvios líricos que su sensibilidad andaba acechando, los datos exactos que su investigación demanda o los relatos que empaten con sus añoranzas. Tantas veces Pedro, escribió Alfredo Bryce Echenique; tantas veces Álvaro podemos decir ahora ante Dijera mi boca, un compendio de lo jarocho que se puede empezar a leer desde cualquiera de sus partes y es posible recorrer morosamente, porque semeja una charla en el bar “Los Amigos”, una travesía en lancha y, por qué no, un paseo por la montaña rusa. Muchas gracias.
Estoy convencido de la buena ventura de Dijera mi boca. Estoy seguro que circulará de mano en mano entre los ciudadanos de la República Jarocha, no porque sea un libro complaciente con el son y sus personeros, sino porque muchos de sus lectores encontrarán en él los efluvios líricos que su sensibilidad andaba acechando, los datos exactos que su investigación demanda o los relatos que empaten con sus añoranzas. Tantas veces Pedro, escribió Alfredo Bryce Echenique; tantas veces Álvaro podemos decir ahora ante Dijera mi boca, un compendio de lo jarocho que se puede empezar a leer desde cualquiera de sus partes y es posible recorrer morosamente, porque semeja una charla en el bar “Los Amigos”, una travesía en lancha y, por qué no, un paseo por la montaña rusa. Muchas gracias.
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