(Texto presentado en el curso "Arte y Espacio Público" de la Universidad de Chile)
Monumento a Salvador Diaz Mirón en
Veracruz: imaginario colectivo y
discurso oficial.
por Óscar
Hernández Beltrán
Si bien es cierto que algunos monumentos públicos son percibidos por
los habitantes de las ciudades como
lugares de veneración impuesta por el
discurso del poder, también lo es que, en ocasiones, las estatuas de los
hombres ilustres son adoptadas por la población como espacios de cercanía y
cohesión social; como monumentos que producen una gran empatía y escenarios de
prácticas que generan identidad y se convierten en rituales que, tal vez, no
están nunca cabalmente estructurados, pero terminan por convertirse en
tradiciones populares locales.
Tal es el caso en
mi Ciudad, Veracruz, México, con la estatua del poeta Salvador Díaz Mirón.
Pocas cosas sirven para explicar la notable popularidad de don Salvador entre
la gente de Veracruz: su poesía es refinada y clasicista; sus convicciones
políticas fueron profundamente reaccionarias. No obstante, el pueblo conoce y
repite sus versos, sus poemas aparecen en todas las antologías disponibles de
gran circulación y no hay reunión familiar y social sin que un espontáneo
recite alguno de sus poemas que, en efecto, son reconocidos por la crítica
mexicana e hispanoamericana como grandes aportes a la literatura nacional.
Una de las más extensas
avenidas de Veracruz lleva su nombre. En el año de 1955, en una glorieta construida
sobre dicha vía, fue colocada una estatua del poeta, obra del escultor de
renombre nacional, Juan F. Olaguibel. La obra presenta al poeta, imponente, con
la mano izquierda en el pecho y alzando el brazo derecho, con el dedo índice apuntando
hacia el horizonte.
Pronto,
la glorieta se transformó en un lugar de tertulias peculiares, ya que devino en
un espacio en el que los juerguistas nocturnos se reunían para terminar su
parranda. La glorieta amanecía con frecuencia luciendo botellas de licor vacías
alrededor del monumento y, en una ocasión que todos en la ciudad recuerdan, la
estatua apareció modificada, ya que alguna mano anónima había atado una cuerda
del dedo índice del poeta, al final de la cual pendía un enorme yo-yo de
madera. Los periódicos locales escandalizaron con el hecho. La gente, en la
calle, lo celebró sin tapujos.
En fechas
recientes, el idilio entre la sociedad veracruzana y el monumento a Don
Salvador Díaz Mirón fue interrumpido por el gobierno de la ciudad. En 2009, con
el pretexto de mejorar la vialidad de la avenida, el monumento a Don Salvador
Díaz Mirón fue reubicado. La glorieta que lo albergaba fue destruida, junto con
un conjunto escultórico que decoraba su base. La estatua fue confinada al
camellón de la avenida, con lo que la posibilidad de que grupos de personas
pudieran reunirse a su alrededor fue también cancelada. De nada sirvieron las
protestas populares ya que las cámaras de comercio de la Ciudad, interesadas en
facilitar el tráfico vehicular hacia los establecimientos turísticos ubicados
en el Centro Histórico, apoyaron la medida.
Otro signo
ominoso ocurrió cuando la
estatua fue pintada de color rojizo por instrucciones de la autoridad
municipal, como una manera de congraciarse con el gobernante estatal en turno,
cuyo partido se identifica con ese color. Las protestas no se hicieron esperar
y la pintura sobrepuesta al bronce fue retirada.
Estamos, sin
duda, ante un caso en el que el autoritarismo local contraviene la percepción
popular de un lugar e impone su visión desarrollista, sin mayor respeto hacia
las expectativas de la población que habita la Ciudad que gobierna y a la que debería
servir. Mala señal para una sociedad como la mexicana, que ha demostrado, de
manera constante, su deseo de construir una convivencia democrática.
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