(Texto incluido en el programa de mano del concierto conmemorativo de los cuarenta años de Mono Blanco, efectuado en el Palacio de Bellas Artes el lunes 30 de octubre de 2017).
Mono Blanco y el
Son Jarocho
por Óscar Hernández Beltrán
I
El Son Jarocho es una manifestación cultural compleja. Su
interpretación cabal supone la concurrencia de, cuando menos, tres habilidades:
la ejecución de instrumentos musicales, el baile zapateado en una tarima y la
expresión cantada de una lírica tradicional. A finales de la década de los años
setenta del siglo pasado la difusión del Son jarocho se había empobrecido
notablemente: del enorme repertorio de sones se remachaba incesantemente apenas
media docena; las coreografías tradicionales habían sido sustituidas por otras,
de falso brillo, y la extensa lírica tradicional se reducía a la entonación de un
puñado de versos, falazmente ingeniosos. La aparición de Mono Blanco transformó
radicalmente esa situación.
La operación
ejecutada por Mono Blanco para poner de cabeza la situación arriba descrita
resulta, en retrospectiva, inverosímilmente sencilla: el grupo tornó a las
fuentes originarias del Son Jarocho y, con las insólitas prendas de la humildad
y la sorpresa, repuso, en fandangos, presentaciones y grabaciones ahora
legendarios, el repertorio, la ejecución y, sobre todo, el espíritu de
convivencia que rige al Son; sus formas estar en el mundo. Gracias a su
inteligente actitud de respeto hacia los portadores de la cultura tradicional
jarocha y sus costumbres, Mono Blanco consiguió insertar la música tradicional
del Sotavento en las cadenas alternas del consumo cultural mexicano e incitar
la participación de jóvenes universitarios y público general en lo que pronto
se denominaría “movimiento jaranero”.
Como todos los
fenómenos sociales relevantes, el movimiento jaranero tiene orígenes imprecisos
y varios padres putativos. Nadie niega, no obstante, que Mono Blanco fue un
factor determinante en la constitución de la ahora irrefrenable propensión a
estudiar, practicar y difundir el Son jarocho, tendencia que se observa no sólo en la región
del Sotavento, sino en numerosos estados de la República, los Estados Unidos y varios
países de Sudamérica y Europa.
Sin duda, la
explicación fundamental del éxito del Son Jarocho y Mono Blanco entre los
jóvenes debe buscarse en sus virtudes intrínsecas, es decir, en sus ritmos
cadenciosos, su taconeo incitante y sus versos, sabios y antiguos. Otro factor,
igualmente importante para cualquier esclarecimiento, es su capacidad de
generar convivencia y solidaridad, de construir comunidades ciertas y duraderas
en un mundo caracterizado precisamente por la apariencia y la fugacidad.
II
La trayectoria
del grupo Mono Blanco comprende, a la fecha, tres etapas principales: la primera,
una inmersión en los sones tradicionales y la versada antigua, fue el resultado
de su búsqueda en los saberes musicales del Veracruz profundo. De esta primera
época data la participación en el grupo de Arcadio Hidalgo, músico tradicional
del Sur de la entidad que, con el tiempo, se ha convertido en el paradigma del
jaranero campesino, poseedor de un saber literario adquirido en la tradición
oral (una versada), de un estilo personal de ejecutar el Son y de una permanente disposición a compartir con
los demás los tiempos gratos, y también los ingratos. Los fonogramas producidos
por el grupo en ese primer tramo señalaron definitivamente los senderos por los
que habrían de transitar muchos de los grupos de Son surgidos en las sucesivas
fases del movimiento.
La segunda etapa
posee un carácter experimental. Consiste en la fusión del Son jarocho con otras
músicas del mundo, destacadamente la del caribe africano. Al llegar a ese punto,
el grupo había recorrido ya toda la república mexicana (gracias a los
afortunados programas culturales de la Secretaría de Educación Pública de
entonces) y muchas ciudades del extranjero. El contacto con creadores de
diversas partes permitió a Mono Blanco incorporar nuevas sonoridades a los
sones jarochos tradicionales. La publicación del disco Al primer canto del gallo, en 1989,
supuso la integración de la modernidad en el Son, sin que ello
significara un pastiche. En ese disco, el Son lograba mantenerse en primer
plano, a pesar de la presencia de exóticas dotaciones instrumentales y novedosas
estructuras rítmicas y armónicas.
A esta segunda
etapa corresponde también el álbum Mono
Blanco y Stone Lips, de 1997, resultado de una prolongada estancia del
grupo en San Francisco, California. A su carácter experimental y de
fusión, el disco agrega un elemento
adicional: la inclusión de sones de nuevo cuño, compuestos por Gilberto
Gutiérrez, director del grupo. Varios de esos sones alcanzarían un alto nivel
de popularidad y significan, acaso, la época de mayor cercanía del grupo con
las industrias culturales. Reproducidos tanto en los ámbitos alternos como en
los comerciales, sones como El Chuchumbé
y El Mundo se va a acabar, parecían
conducir directamente a Mono Blanco al corazón de la industria del espectáculo.
No obstante, y sorpresivamente para muchos, el grupo decidió volver a sus
raíces, dando pie al que es, hasta ahora, su tercer ciclo.
La tercera etapa del grupo tiene en Orquesta Jarocha, grabación de 2013, su estandarte
insignia. El disco significa un retorno al Son jarocho tradicional, sólo que
ahora ejecutado con un dominio pleno de los recursos y los instrumentos. De
hecho, la idea central de Orquesta
Jarocha es incluir en la misma grabación prácticamente toda la dotación
instrumental del género, sin distinguir regiones, evidenciando así la prodigiosa
creatividad de los lauderos del Sotavento. El retorno de Mono Blanco a la
música tradicional hizo regresar también su apego a la tradición de los
fandangos, fiesta jarocha por excelencia, así como su vocación de investigadores y difusores de la
música de sotavento.
III
A lo largo de sus
cuarenta años, Mono Blanco ha visto pasar por sus filas una cantidad
considerable de músicos jóvenes, cuyo visible talento redituó con creces el
empeño puesto en su formación por los fundadores del grupo. Algunos de ellos se
han separado para constituir nuevos conjuntos, de enorme calidad y prestigio en
el ambiente del Son. Tal es el caso, por ejemplo, de Ramón Gutiérrez, fundador
de Son de Madera y de Patricio
Hidalgo, quien actualmente dirige el proyecto Afrojarocho. Todos ellos,
junto con muchos otros músicos, cantadores, bailadoras, gestores culturales, editores, etcétera, han
consolidado un movimiento cultural único en México por su hondura, profundidad
y dimensiones.
En su trayectoria, Mono Blanco ha visitado países
como Alemania, Australia, Bélgica, Brasil, Canadá, Corea del Norte, Cuba, China,
El Salvador, España, Estados Unidos, Francia, India, Inglaterra, Japón, Marruecos,
Portugal, Sudáfrica, Suiza y Venezuela. En
esas naciones se ha presentado con frecuencia en festivales y escenarios de gran prestigio. Su
arribo al Palacio de Bellas Artes podría entenderse como el reconocimiento a
una institución musical capaz de entablar diálogos interculturales productivos
con públicos de todos los continentes como
resultado de su afán por compartir, siempre y en todos lados, las formas que los jarochos tienen de
divertirse.
Cuando llegue la hora de evaluar los aportes
del movimiento jaranero a la sobrevivencia de la cultura mexicana en los
tiempos de homogenización, desaliento y confusión que nos ha tocado vivir, el
nombre de Mono Blanco saldrá a relucir
antes que todos. No obstante, muchos seremos quienes, antes que colgar medallas,
simplemente recordaremos los momentos de gran deleite que su música nos ha
obsequiado. En ese momento, los nombres de Gilberto Gutiérrez, Andrés Vega,
Octavio Vega, Gisela Farías, Juan Campechano e Iván Farías, irrumpirán en
nuestra memoria con la claridad, fuerza y armonía con las que rompe la jarana
cuando se declara el Son.
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